Una casa vacía es una mujer desolada; es un hogar sin lar; es un espacio deshabitado. Y es que esta historia habla de esto: del vacío. De una madre que pierde un hijo en un parque. De una mujer que consigue un hijo en un parque.
Cada página que lees habla del despiste y de la búsqueda; del arrepentimiento y de la confusión; de la maternidad truncada y de la maternidad escogida. De la dualidad de ambas. No hablamos de ninguna de ellas. ¿Sus nombres? ¿A caso importan? Son la madre de un mismo hijo. Podrían ser cualquiera. Podríamos ser tú y yo. Tan diferentes y con tantas necesidades. Y lo que hace esta historia posible es que las necesidades se combinan: la una quiere lo que la otra tiene. Qué putada. Qué bien hilado. Y pobrecitas las dos (aunque solo a ratos). La una mata a la otra y la otra ya está muerta. Y no lo saben.
“¿Por qué los llaman desaparecidos y no se atreven a llamarlos muertos? Porque los muertos somos los que los buscamos, ellos siempre, siempre seguirán vivos”.
Brenda Navarro te apuñala el corazón. Pero lo hace rápido, para que no te duela y para que lo sientas todo de golpe. No te deja pensar. Aunque te duele igual. Porque la herida es tan profunda que eres incapaz de entender cómo es posible que ocurra lo que ocurre. El secuestro. La herida. Cómo sangra. Te lo imaginas. Y te duele más. La herida. ¿Qué hace? ¿No ha pensado en las consecuencias? La herida apesta. Y lees con rabia, con desprecio. Piensas: no puede ser. Y es.