Cuando llega el verano siempre tengo ganas de leer un buen libro policíaco (será el calor, yo qué sé).
El título de la novela, que originalmente se titulaba “Diez negritos”, ha sido modificado y ha pasado a llamarse “Y no quedó ninguno”. La idea no fue de Agatha: fue de un compositor que inventó una canción de cuna para niños, cuya letra no dejaba indiferente. Podéis cantarla vosotros mismos: solo tenéis que juntar los dos títulos -el original y el actual- y recordar esa famosilla canción del elefante en su telaraña. ¿Macabro? No, lo siguiente.
Diez es el número de personas que hay en una isla. Una isla remota y misteriosamente alejada del mundo. Cada una de esas diez personas es distinta a la otra y, a parte de no tener nada en común, tampoco se conocen. Si esto no fuera una novela de Agatha Christie hasta podría parecer normal. Pero no lo es.
La novela no sobresale por su lenguaje ni por su elegancia. No tiene una voz original ni maravillosa (a mi punto de ver). Destaca simplemente porque su autora fue capaz de entretejer una historia que pocos sabrían hilar en la actualidad. Después de esto, he entendido que era una experta en esto: que jugar con los lectores era lo que más la divertía. Y a mi también me ha divertido. Me ha mantenido en vilo y ha conseguido que los de mi alrededor, en ciertos momentos importantes, se cabrearan a causa de mi embobamiento total. ¿Sabéis eso típico que dicen los iniciados en la lectura de “Quiero solo que me enganche”? Pues eso.
Debo decir que, al terminar el libro, vi la adaptación televisiva (serie de tres capítulos), ya que estaba bastante bien puntuada por los críticos y no tenía ganas de dejar la historia atrás. La sensación, no obstante, fue un poco extraña: es lenta, hay escenas que difieren y, a mi parecer, falta información. Pero qué querían. Era difícil estar al nivel.