Lastotchka escribe. Escribe a sus padres. Unos padres ausentes. Les cuenta cómo vivió su infancia y cómo una mujer, Tamara Pavlovna, la sacó del orfanato en el que creció.
Lastotchka es moldava. Tamara es rusa. Y cada vez que Lastotchka aprende, desaprende, porque así la obliga el comunismo; porque así la obliga Tamara. Un barrio, dos lenguas, infinitia pobreza.
Lastotchka no vive. Sobrevive. Y se ve esclavizada, alcoholizada, violada, rechazada, abusada y asustada. Y entiende que no la han rescatado: la han condemnado. Es una niña sin futuro. Es una niña que debe empezar de cero, que debe aprender a no ser una niña.
“<<¿Qué quieres?>>, oía yo por fin y en mi corazón se desataba una tormenta. ¿Qué quería? ¿Qué más podía querer? Siempre me pedía un zumo de abedul. Entonces me entregaba veinte kopeks y me daba un empujón para que pidiera yo sola. <>, dije la primera vez, y la vendedora se echó a reír. Se rio también Tamara Pavlovna. Sonreí incluso yo, pero solo al cabo de muchos años descubrí que, aquel día, cuando todo me parecía difícil y lejano, había pedido <>. Una sola letra había convertido un abedul en un color. No creo haber cometido nunca un error más bonito.”
Que no os engañe la novela: este libro es un manotazo; es un darse cuenta de la realidad. Este libro es una posibilidad en un momento real: es una explicación histórica, social, cultural e incluso visualmente femenina de lo que sucedió en Chisináu durante los últimos años de la ocupación soviética.
-
No puedo decir que me haya gustado más esta historia que “El verano en que mi madre tuvo los ojos verdes”. Tampoco creo que se tenga que comparar una novela con la otra (son totalmente diferentes). A mí con alabar a Tatiana y decir que me parece una de las escritoras más maravillosas que hay dentro de la literatura contemporánea me parece suficiente.