Los que nos hemos criado en pueblos sabemos que siempre hay un individuo que causa rechazo entre los adultos y miedo a los niños; una figura misteriosa que, cuando te encuentras por la calle un día cualquiera, evitas mirarle a la cara y consigue ponerte el corazón como un puño.
La historia de Fernanda Melchor empieza con unos niños que encuentran a su individuo misterioso en un canal de La Matosa, muerto. Lo han asesinado.
El cadáver es el de “La Bruja”, una mujer cuyo oficio heredó, asimismo, de su madre. Mujeres que se dedicaron, toda la vida, a beneficiar las demandas clandestinas de un pueblo. Mujeres mal vistas. Mujeres temidas.
El libro, al igual que el lector que tenga el lujo de tenerlo entre manos, trata de resolver el asesinato de La Bruja. Para ello, en cada uno de los capítulos conoceremos la historia de un protagonista distinto. Veremos, a veces, un narrador que va y viene. Y tendremos, siempre, ese lenguaje voraz, con pocos puntos y seguidos; sin apenas puntos y apartes.
Porque esta historia es una metralleta, no te deja respirar, aunque te aficionas a ello, es droga mexicana, así, con ritmo y palabras, sin parar.
Las voces de la novela no son personajes cotidianos: son personas que han perdido, que viven en la miseria, que se han rendido, que han agonizado y que no saben a dónde ir. Todos ellos conforman la historia de La Bruja, y todos ellos tienen, seguramente, un poco de culpa de lo que le ha pasado.